El 100% de las empresas y todo tipo de instituciones habla de transformación. Es lógico, es necesario, lo saben hasta los partidos políticos. Hay mucha literatura, muchos líderes del cambio dando charlas, muchos cursos carísimos para ejecutivos. Al final, al 90% de esas organizaciones la transformación se les indigesta cuando tratan de ponerla en marcha. Y vomitan. Y así nos va.
¿Por qué? Por las personas. Mejorar implica dejar atrás las malas prácticas, renovarse, tirar la rutina y transformar la realidad a base de hechos, no de libros, charlas o cursos. La etiqueta de la transformación es muy moderna, muy pintona, pero muy dolorosa en la práctica para aquellos que llevan tiempo apoltronados, viviendo bien y cobrando mejor en un sistema que, de eso no hay duda, se ha resquebrajado.
Son precisamente esos, los apoltronados, quienes deciden. Hacen cursos, se convencen, se creen por fin líderes de la vanguardia, se rodean de gente que les da un aura de modernidad, ondean la bandera de las etiquetas molonas (empatía, digital, transversalidad, etc.) y, cuando ven de cerca el toro del cambio amenazando su cómoda rutina, hacen la de Curro Romero y salen pitando con porte flamenco tratando de disimular la estampida. Porque eso de la transformación está bien mientras no salga del terreno del postureo.
Con esta situación os sentiréis más que identificados vosotros, los cuatro gatos que leéis este blog. Recordadlo el domingo a la hora de votar. Ahora que hay posibilidades de cambio, no salgáis corriendo, no hagáis lo que no os gusta que os hagan, que la transformación no sea una pose.