Relatos largos

Hay una delgada línea que separa todo: la verdad de la mentira, la valentía del miedo, las ideas de las ocurrencias, la transparencia del secretismo, la honestidad de la delincuencia. Por eso muchas veces hacen falta más de 140 caracteres y una foto para explicar lo que sucede. Hasta las conversaciones pueden ser equívocas cuando se juega alrededor de esa línea. Cada vez me fío más de los relatos largos y menos de los que, como éste, apenas ocupan un párrafo.

Conspiranoia

Hay pocos mecanismos de defensa tan potentes como la conspiranoia. Cuando la realidad, simple y chabacana como los seres humanos, no nos gusta, tendemos a pensar que alguien mueve unos hilos invisibles con la intención de putearnos por algún motivo siniestro.

La conspiranoia funciona genial para autojustificar el miedo, pero también es muy útil, quizá mas, para el que ataca. Un país que bombardea a otro porque, sencillamente, no lo soporta, preferirá que veamos su posición como fruto de reflexiones complejas e intereses ocultos. Es más sencillo justificarse así: tú no lo entiendes porque es muy complicado. La situación puede trasladarse perfectamente a cualquier ámbito, incluso al privado. Si alguien genera un mito complejo para tocarte las pelotas, te está engañando.

Como comunicadores deberíamos ser capaces de trasladar al resto de la sociedad lo que vemos con cierta altura de miras, con cierta protección contra la intoxicación que supone el ruido conspiranoico. Cuando alguien vuelve compleja una historia, y en las secciones de Economía y Política suele ser muy habitual, es por dos razones: o no se entera de lo que pasa u oculta algo.

Los textos cortos en redes sociales deberían favorecer esa comunicación sencilla más adecuada a la realidad, pero en el fondo nos va la marcha y preferimos discutir sobre lo superfluo pensando que somos muy listos, muy complejos. Pues no, no somos para tanto, ni falta que hace.

Palabras mágicas

“Hola, quiero confesar”, dijo el domingo, el día más adecuado, Jenaro García. Quienes nos dirigen no tuvieron clase de ética. Fueron a religión y allí les explicaron, entre otras cosas, los 10 mandamientos, que sí que recogen la base del buen comportamiento humano. También les contaron que en caso de fallar y caer en pecado todo se arreglaba pronunciando de memoria una serie de palabras mágicas. Se quedaron solo con esto último.

Cada vez que un político, un jefe de Estado o un timador empresarial atenta contra uno de los preceptos recogidos en las tablas de la ley cree que basta con pronunciar unas palabras mágicas para borrar sus actos. “Lo siento, me he equivocado, no volverá a ocurrir”, y tira para adelante, que las puertas del cielo siguen abiertas. Y así estamos. 

Nos gusta el fútbol

Antes de seguir leyendo, un minuto para ver con detenimiento este esquema:

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Se trata del esquema de relaciones de la novela ‘El conde de Montecristo’, extraído de la Wikipedia. Es tan complejo como ‘Juego de tronos’ o un culebrón venezolano (ayer, en #comtrends, hubo caras de sorpresa cuando hice esta comparación), es tan complejo como la realidad, aunque no nos demos cuenta. Y no nos damos cuenta por ese ‘mourinhismo’ innato que nos afecta a todos y nos hace funcionar por impulsos binarios: o blanco o negro, o gano o pierdo, o buenos o malos.

Hablamos mucho de empatía, está de moda, de entender a los demás y ponernos en su lugar, pero al final tendemos a encasillar al otro en el grupo A o el B. Sucede en la política, en la empresa, en la comunicación, quizá por eso nos gusta tanto el fútbol.