Ser guay tiene un precio

Imaginemos que eres un tío fácilmente influenciable y con ganas de prosperar en la vida. Alguien te da la brasa sobre la necesidad de fomentar tu marca personal en redes sociales y te lo crees, porque eres así de inseguro y piensas que si no tienes más amigos que Roberto Carlos -el del gato triste y azul, no el otro- no eres nadie. Como te lo has creído todo y te falta personalidad, no te ves con fuerzas para llevar las riendas de ti mismo, así que empiezas a tirar de terceros. Y comienzan los gastos: un ‘community manager’ de esos que crees que siguen estando de moda, informes hechos con la herramienta definitiva de -aviso, viene un concepto inexistente- “reputación online” y, por qué no, un puñado de seguidores falsos. Si te pones exquisito, una cuadrilla de bots que te retuiteen.

Todo esto te puede salir, dependiendo del timador con el que trabajes, por entre 1.500 y 4.000 al mes. La horquilla es amplia, pero seguro que si respondes al perfil señalado has tirado hacia arriba porque lo caro sale barato y bla, bla, bla.

Gracias a esos miles de euros tu perfil soltará frases propias de Churchill, tu community manager te retuiteará y te hará la pelota desde su perfil personal, tus amigos de cartón piedra te arroparán y puede que alguien que depende laboralmente de ti empiece a dorarte también la píldora en público. Porque ahora que estás en redes sociales eres un tío molón.

Los informes de la megaherramienta definitiva de -atención, expresión imposible- “control de la reputación online” te dirán que tu popularidad se ha disparado, que entre los robots y los que te hacen la pelota tu número de menciones a crecido un 200%, todas positivas. Y te sentirás bien, al menos un rato, hasta que llegues a casa y vuelvas a darte cuenta de que sigues siendo el mismo tipo inseguro con aires de grandeza.

Si yo dispusiera de 4.000 euros al mes me los gastaría en cerveza, vino, jamón y guitarras, pero allá cada uno con sus vicios.

NOTA: Esta historia está basada en hechos reales. Antes era fácil tropezarse por la calle con un camello ofreciendo una mejora del alma a través de la química, ahora te encuentras de vez en cuando con vendedores de felicidad inmediata dospuntocerista. Viene a ser lo mismo.

Tienen un Delorean (o nos están llevando al huerto)

Los que nos dirigen tienen un Delorean aparcado en el garaje de su casa. Si no, no se entienden esas ganas de volver desesperadamente a 2006, cuando atábamos los perros con longaniza. ¡Creen que es posible!

Apegados al “cualquier tiempo pasado fue mejor” – algo comprensible para los beneficiarios del pelotazo –, todas las soluciones a los diferentes tipos de crisis pasan, según se ve en los medios, por retroceder en el tiempo y volver a la situación anterior a la catástrofe. Esto, si no tienes un Delorean, es imposible, así que, si quienes aspiran a eso están cuerdos, es porque esconden un as en la manga, una máquina del tiempo encerrada en el garaje.

Algún día, aprovechando una tormenta eléctrica, volverán a llevarnos a, por ejemplo, 2005, y seremos felices durante un rato. A los dos días volveremos a cavar nuestra tumba repartiendo sobres, comprando segundas viviendas, etc., y nos dará igual porque creeremos firmemente en el Delorean de los que nos gobiernan.

No es que las crisis sean cíclicas, es que no aprendemos. Para mí que nos están volviendo a llevar al huerto.

NOTA: A veces se me olvida que no todos compartimos adolescencia. El Delorean era el coche con el que Marty McFly viajaba en el tiempo en ‘Regreso al futuro’.

El “Estado” no eres tú

Desconfío profundamente de los perfiles “personales” en redes sociales gestionados por “mi equipo”. Ni son personales ni institucionales, es más, tienden a confundir el personalismo con lo común del mismo modo que lo hacía Luis XIV al pronunciar -si es que lo hizo- “el Estado soy yo”.

El derecho fija bien la diferencia entre personas físicas y jurídicas. Nosotros, como seres humanos, también somos perfectamente capaces de diferenciar a nuestros congéneres, con sus debilidades y fortalezas, de una institución. Nadie pide cenar con un concesionario de coches y nadie con sentido común aspira a que el presidente de una empresa automovilística le enseñe a arreglar la junta de la trócola. Sabemos que el mundo no funciona así.

Sin embargo, la borrachera de ego y las sentencias superficiales pero insistentes de muchos presuntos gurús dospuntoceristas han contribuido a la confusión de tal modo que hay quien confunde su propia identidad, su propia vida personal, con la de la organización para la que trabaja. Del mismo modo, hay quien cree que las instituciones tienen que comportarse como adolescentes guays para “estar en la conversación”. Ni una cosa, ni la otra. Afortunadamemte, no somos el rey Sol y las empresas tampoco se ajustan a la personalidad de uno solo de sus empleados.

La vida personal y la laboral son compatibles, al menos desde la abolición de la esclavitud. Si como seres humanos no somos capaces de diferenciar y aceptar con normalidad las diferencias entre el ámbito personal y el corporativo, si no distinguimos una acción u opinión personal de una decisión institucional, tenemos un grave problema.

No veo mal que un cargo público tuitee lo bien que lo ha hecho en un juego online, siempre y cuando eso no interfiera en el cumplimiento de sus deberes. Somos humanos, y que cada uno se entretenga como quiera esperando al autobús o al chófer. El lío llega cuando el que pone el tuit es “mi equipo”. Eso no hay quién lo entienda.

Zapatos y calabazas

Primero un vídeo:

Vivimos un momento en el que todo el mundo está deseando seguir a un zapato o a una calabaza. Se buscan mesías en todos aquellos ámbitos en los que los procesos de cambio arrasan. En la política surgen nombres sin parar, algunos de ellos llegados directamente desde el más allá. En comunicación, los iconos a seguir son etiquetas con aire de modernidad.

Y detrás, la masa que se lanza tras el primero que pasa sin preguntar por el destino del viaje. Es cómodo, que piense otro, que yo le sigo. Unos, detrás del zapato del periodismo de datos, otros, en la comitiva de la calabaza del ‘paywall’, etc. La mayoría de ellos, con el mismo criterio reflexivo que los seguidores de Brian.