Alguien tiene que hacer algo

El título de esta entrada es un resumen de lo que leo en el 80% de mi timeline en Twitter. Se nos da genial decir lo que hay que hacer, pero preferimos que lo ejecuten otros. No es raro, sigo a muchos periodistas y a algunos consultores. Lo malo es que ese vicio de quedarse en las palabras y no pasar a la acción se extiende como el mal llamado periodismo ciudadano o los miles de cursos milagrosos para mejorar en la venta de humo.

Es cómodo decirle a los demás qué es lo mejor, es fácil ser contertulio, lo difícil es hacer algo efectivo para cambiar esa parte del sistema que odias o la actividad de esa empresa con la que no estás de acuerdo. Así, dar consejos y cabrearse porque nadie los cumple se está convirtiendo en un deporte con un marcador fijado en Klout.

Y no, no influye más el más pesado, el repetitivo, el insistente, influye realmente el que hace que las cosas cambien, y para eso hace falta algo más que un ladrido a destiempo. Mientras el ruido invade las plataformas “sociales” (atención, comillas intencionadas) la realidad cambia lentamente, de un modo mucho más pausado del que pide el señor con un Klout 70, pero no gracias a los que más gritan, a los que hacen clic o RT, si algo se mueve es porque alguien empuja, aunque lo haga en silencio y los grandes ruidosos de la red ni siquiera le hagan un ‘follow’.

Acordaos de los “raritos”

He pasado parte de los últimos 14 años en las redacciones de El Mundo y El País, entre otras, dejé un hueco para el periodismo musical y me empeño en seguir grabando discos con 57 grados. Vamos, que sobre el papel soy un abonado a las industrias que todo el mundo considera ruinosas. Cuando pasaba horas en la redacción, parte de los compañeros me miraban mal por ser “de los del digital”, algunos tardaron en hablarme. Esos mismos, no entendieron que un buen día decidiera abandonar voluntariamente “una gran cabecera”, y algunos no perdonan que “cambiara de bando” (expresión idiota, muy idiota, a estas alturas de la película) y me pasara a la comunicación corporativa. No estaba solo, había y hay más bichos raros como yo. Soy periodista y lo seguiré siendo, del mismo modo que la mayoría de mis ex compañeros “raritos del digital” lo son y siguen llegando a fin de mes holgadamente sin depender siempre de un gran grupo de medios.

Me da pena, evidentemente, que muchos de aquellos con los que compartí historias en la redacción lo estén pasando mal. Uno hace amigos por el camino. Estoy convencido de que muchos, aunque aún no lo saben porque les cuesta ver la vida más allá del kiosco, van a tener un futuro espectacular. Habrá quien se quede lamiendo sus heridas, pero no es el momento. Compañeros, Internet no muerde, si no hay modelos de negocio tocará inventarlos, que es algo mucho más divertido que dejarse llevar por la crónica diaria. Si hay que ampliar el horizonte y ver la comunicación como algo más que un nombre en una página impar, se hace, no pasa nada, es de lo más enriquecedor. No pasa nada por abandonar la casa de “papá cabecera”. Acordaos de los “raritos”.

Ánimo, sherpas

Los sherpas abrieron huella hacia la cumbre con todo en contra. Pusieron cuerda en plena nevada y dejaron los campos preparados. No sirvió para nada. Los domingueros de la expedición trataron de subir el ochomil en coche y, ante la imposibilidad de hacerlo, se quedaron comiendo de sus tarteras en la falda del monte. El gran alpinista, con varios libros publicados sobre el tema, resultó ser un patoso y no pasó del campo base. Amparándose en su superioridad, y al grito de “esta fiesta la pago yo”, el gran alpinista culpó a los sherpas de su fracaso y los despidió. A los dos días, les quitó las tarteras a los domingueros, los mandó para casa y se quedó en el campo base esperando a que un milagro lo impulsara hacia la cumbre.

NOTA: Esta paja mental no tiene nada que ver con el alpinismo, no es más que una crónica disfrazada de lo que ha pasado en muchos grandes grupos de medios. Ánimo, sherpas.